La misma música sonaba mientras como siempre ella lloraba. Dos lágrimas se desprendían de sus ojos, aquellos que ya estaban nublados por el dolor y la tristeza, y con demasiadas lágrimas acumuladas, apunto de precipitarse; dos lágrimas, dos gotas de agua, que se deslizaban por sus mejillas rodando, hasta que llegaron a la curvatura de su barbilla. Siguieron cayendo, ahora más lentamente, acariciando su garganta, y en cierta parte de ella, murieron, sin más. Allí acabó su viaje. Sin ganas, la niña miró su reflejo en algún cristal de la habitación. Vio su rostro, su lamentable rostro enrojecido de tanto llanto. Y al verlo, decidió parar.
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